martes, 9 de enero de 2007

Un escritor crítico de la sociedad contemporánea: Michel Faber

“Una época que, en cincuenta años, desarraiga, somete o mata a setenta millones de seres humanos, debe sólo, y en primer lugar, ser juzgada”.
Albert Camus, El hombre rebelde

Es común escuchar el comentario referente a la escasez, en el panorama literario actual, de piezas de real valor formal e incontestable jerarquía artística. Debemos reconocer que dicha opinión tiene mucho de cierto: la mayoría de lo publicado y depositado en las estanterías de las librerías en el último tiempo, carece de la estampa, si no la altura, de lo dable en llamar, “obra literaria” . Empero, de vez en cuando, aparecen autores cuyas creaciones nos dicen que no todo está perdido, y que lo grande de eterno e inmortal, contenido en un buen poema o en una colosal novela, resplandecerá por siempre, mientras en el genio humano, exista un afán honesto por encontrar la belleza y la verdad.



Hablamos de escritores cuya lectura nos conmueva, haga reflexionar acerca de nuestro actuar, y posterior desenvolvimiento en la vida; en otras palabras, que nos haga conocer y comprender, un poco más, de la inefable naturaleza humana. Al decir del afamado crítico norteamericano y profesor de literatura Harold Bloom, “el leer a un autor genial equivale a la gloriosa sensación del enamoramiento, pero con la ventaja de no salir dañado de la relación”.


Uno de esos escritores, en la hora presente, es Michel Faber.


Nacido en Holanda (1960) y criado en Australia, Faber arribó en la antigua posesión británica, junto a sus padres, a la edad de siete años. Aquello, unido a sus estudios en la Universidad de Melbourne –en literatura inglesa, precisamente-, hacen que utilice la lengua de Shakespeare -y no la materna- para expresarse. Permaneció en el más pequeño de los continentes o la mayor isla del Globo, hasta 1992. Desde entonces, vive en el norte de Escocia, en una antigua estación de ferrocarriles, escudriñando el Mar del Norte.


Antes de revelarse como un talentoso escritor, el holandés desempeñó los más variados oficios: las ejerció de enfermero, embalador, hombre de la limpieza, y hasta de cobaya para investigaciones médicas. Con la aparición de su primer libro, el conjunto de relatos Some Rain Must Fall (Tiene que llover un poco, 1997), los hechos cambiaron para nuestro inventor; llegaron los premios y galardones literarios, el reconocimiento y la atención de las grandes firmas editoriales. Gracias a ese impulso, en el año 2000, publica Under the Skin (Bajo la piel). Su éxito crece enormemente; es traducido a una decena de idiomas, y su nombre despunta entre los mejores escritores de su generación en habla inglesa.


Lo último de la pluma de Faber en abandonar la imprenta, es la majestuosa The Crimson Petal and the White (Pétalo carmesí, flor blanca, 2002). Cuya confección le demoró una investigación y posterior escritura de casi dos décadas, y que por otra parte, le significaría la consagración definitiva. Inspirada en el Londres de finales del siglo diecinueve, es considerada un fresco alucinante de la época victoriana. Una trama donde confluyen los más entrañables y despreciables sentimientos, el romanticismo, y los prejuicios sociales; dando forma, de esta manera, a una original interpretación de ese fascinante espacio de tiempo de la historia británica. No por nada, nos estamos refiriendo a un libro de más de mil páginas hilvanadas por un artesano de indiscutible maestría.



En el circuito editorial en lengua castellana, podemos hallar sus dos novelas traducidas y publicadas; ambas bajo el sello de Anagrama, en su colección “Panorama de narrativas”. De su libro de cuentos, existen sólo versiones parciales en revistas impresas y sitios virtuales.



Para intentar acercarnos al arte de Faber, en esta ocasión, nos valdremos de su primera novela, Bajo la piel.


Asimismo, nuestro análisis se basará en la correcta versión de Cecilia Ceriani y Txaro Santoro, de la casa del libro recién citada. Por lo demás, la única existente en español (Michel Faber, Bajo la piel, Editorial Anagrama, Barcelona, 2002, 331 páginas).




Una fábula prodigiosa

Para la mayoría de la crítica literaria europea, la novela que nos traemos entre manos, se trata de una fábula –ficción con que se encubre una verdad- notablemente narrada, en la gran tradición inglesa de Jonathan Swift, Joseph Conrad, y un George Orwell. Sin contrarrestar ese juicio, más bien apoyándolo, delinearemos unas cuantas observaciones al respecto.


Otro sector, en cambio, la cataloga como una aplaudible obra de ciencia ficción. Faber, en tanto, señala haber utilizado elementos fantásticos en su libro, con el propósito de denunciar aspectos de la realidad, que enunciados de otra forma, resultarían terriblemente desesperanzadores. Por estas razones, y sin temor a equivocarnos, podemos hablar de Bajo la piel, principalmente, como una descollante novela de profundas ideas filosóficas, embadurnadas éstas, con una invención de no menor enjundia.


Pues bien, el argumento de nuestra historia, desplegada por un narrador omnisciente a través de los más variados registros, transcurre en el norte de Escocia, en el invierno frío, solitario, melancólico, de las Highlands que rodean la ciudad de Inverness. Donde raudo por aquellas carreteras, el vehículo conducido por Isserley, acelera buscando autoestopistas de buena condición física con el propósito de encaminar. Hasta el momento, nada extraño. Nos parece comenzar a leer las aventuras de una mujer guiada por la avidez y la lascivia. No obstante, poco a poco, con datos intrigante proporcionados por el autor, conocemos una perspectiva radicalmente opuesta; los hombres recogidos, después de ser adormecidos en el auto tras inyectarles una droga llamada icpathua, son llevados inconscientes a una granja cercana (la Granja Ablach), para ser recibidos por un grupo de trabajadores -quienes los introducen al lugar-, y a un incierto destino. Al lado del recinto, en una casa rústica y sencilla, vive Isserley, la cazadora. Debemos consignar, que la acción siempre se desarrolla en este escenario: las autopistas, la Granja, y la costa escocesa henchida de bosques, golfos, y acantilados debido a la bravía del océano.


Mediante la constante aparición de términos desconocidos –como la droga y el mismo nombre de la mujer, inventados por Faber- sopesamos claves y pistas para concretar una posibilidad impactante: Isserley es una extrarrestre, al igual que los “hombres” que habitan la Granja Ablach. Siguiendo con su intención simbólica, el autor pasa a referirse al género humano con el sustantivo de vodsels, restringiendo para Isserley y los suyos, la definición de seres humanos; primera y destacada manifestación de la fábula.


Pero, ¿qué hacen realmente Isserley y los inquilinos de Ablach? Otras revelaciones, y el relato adquiere visos monstruosos y horripilantes. El local agrícola es una factoría alienígena donde se procesa carne humana (vodsels), para desde ahí, enviarla a su planeta de origen en naves espaciales, y ser consumida por los verdaderos hombres. Huelga decir, que los habitantes del planeta Tierra, son observados como seres vivos de segunda categoría por esta especie. La dueña y creadora de la granja, además de encargada de transportar el producto al cosmos, es la Corporación Vess; un imperio económico de sideral poderío e influencia en la comunidad galáctica.



En el mundo de Isserley, la carne de vodsel es un manjar privativo de la Élite, la clase dirigente. Su precio es igual al valor del agua y el oxígeno que necesita una familia cualquiera de esa civilización -fundada sobre las bases de la mercancía y la ganancia- para sobrevivir. Esta última exageración es una clara alusión al endiosamiento desenfrenado del dinero padecido por la humanidad en los minutos actuales. Y mientras Faber discurre en aquellas explicaciones, sabemos de oídas más de esa sociedad, y cuánto se parece a la nuestra. O podría llegar a ser. Porque, acaso, ¿no es la ficticia Corporación Vess, un reflejo macabro y real, de la preeminencia innegable que podrían ostentar las grandes trasnacionales financieras, tanto como para llegar a decidir en un futuro próximo, acerca de la vida y la muerte, si tras esa encrucijada, existe algún tipo de beneficio monetario por resolver? O, mejor aún, ¿no es en estos tiempos –ha sido siempre- la posesión del dinero, un factor abrumador al instante de llegar a definir, antes que cualquier otra cosa, el derecho a existir; ya en condiciones límites, ya si no alcanza la subsistencia para todos?


Los seres humanos, llegada cierta edad –a excepción de la casta superior- deben afrontar un examen, cuyo resultado sentenciará dónde residirán desde ahí en adelante: o sobre la superficie, o bajo tierra, en los denominados Estados Nuevos. Ser relegado a los Estados Nuevos, significa una vida hasta la muerte, de encierro infrahumano y trabajos forzados. Aunque habitar arriba, si no se tiene dinero, no cuenta lo suficiente; la contaminación de la atmósfera es tal, que se requieren verdaderas mansiones para moverse y conseguir guarecerse de la suciedad ambiental. Somos testigos, en suma, de un estudio de las jerarquías de poder y sus consecuencias, llevado hasta sus más extremas posibilidades.


Pero volvamos a Isserley, quien al momento de afrontar la definitoria Prueba, es calificada negativamente. A pesar de las promesas de algunos miembros de la Élite, que disfrutaron de sus favores femeninos, para ayudarla y asegurarle la permanencia en la intemperie. Nuestra protagonista, entonces, es condenada a pasar el resto de su vida en los Estados Nuevos. Encontrándose en aquella situación desesperada, aparece un ofrecimiento salvador pero paradójicamente condenatorio: abandonar los Estados Nuevos, para prestar servicios a la Corporación Vess, como recolectora de vodsels, en el planeta Tierra. Con el fin de realizar adecuadamente la función encomendada, deberá someterse a múltiples cirugías que muten su anatomía, a la bípeda de los terrícolas, y así, no despertar sospechas de su extranjero origen.


Ésa es la Isserley, tullida y mutilada, hallada en Bajo la piel.


Desde la marginalidad



En palabras de Faber, Isserley es un personaje nacido desde el rechazo social generado por un individuo al ser y sentirse diferente a los demás. Una situación vivenciada por el autor en su condición de hijo de inmigrantes, e inmigrante él mismo. Además de ser un estado de alma de un sinnúmero de hombres, víctimas del desarraigo y el abandono, en una época que persigue por los caminos más inverosímiles, la destrucción de las esencias nacionales. Con el fin abiertamente declarado de transformar al género humano en un conjunto de individuos anónimos, entregados éstos, a las fluctuaciones del gran capital y a los dictados de una minoría apátrida y globalizante. Al parecer, este objetivo ya se ha materializado, de no acontecer a la brevedad, una reacción decidida por parte de los elementos puros -aún restantes- de la Cultura Cristiana Occidental.

Retomando el hilo conductor de este ensayo, después de la operación indispensable para efectuar su labor, no hay parte del cuerpo de Isserley que no haya sido “retocada”. Sojuzgada por su nuevo cuerpo, debe hacer ejercicios matinales a fin de aliviar los dolores padecidos en su columna y extremidades.


Unos senos artificiales, son la carnada para fijar la atención de sus acompañantes en el coche. Sólo sus ojos evidencian un pálido reflejo de su belleza antaño. Al mirarlos en el espejo retrovisor de su automóvil, tiene conciencia de ser única en el universo. Quizás la dueña de todo lo existente, pero sólo ella lo sabe. Porque es distinta a toda la fauna del planeta donde pernocta, y, además, conoce de la existencia de otro sistema vivo, pero también es diferente a la totalidad de los organismos de ese orden. Es por eso, que entre los sentimientos despertados por Isserley en el lector, nunca está el de la piedad. La conciencia de su peculiaridad, aunque la confina a la soledad eterna, es igualmente el fuego que mantiene llameando sin desfallecer su altivez y soberbia. De esas características espirituales obtiene, sin duda, la frialdad para apoderarse de sus presas sin contemplaciones ni mayores cuestionamientos; dicho en otras palabras, la certeza de enarbolar una inclasificable superioridad.


Esa es la principal seducción de la novela de Faber: desarrollar su tesis sobre la vida, el sufrimiento, el amor, la muerte y la inmortalidad, a través de un alma presa del rencor y del resentimiento, de una sensibilidad al límite de la susceptibilidad, que por encontrarse en esa situación, mantiene una lucidez descomunal. Por este motivo, desde la primera página, notamos su tormento y complejidad, su cercanía y semblanza de personaje entrañable.


Todo se mantiene inalterable, con nuestra heroína haciendo sus labores regulares, hasta la visita fugaz a la Granja Ablach, de Amlis Vess, el único heredero e hijo del propietario de la compañía homónima antes mentada.


Esto supone a Isserley, enfrentarse de golpe, al peor de sus temores: ser examinada y vista, después de sus cambios, por un ser humano a quien considera su igual. Con el arribo de Amlis, la seguridad de la protagonista sufre un trastorno y un vuelco. Aparece en su personalidad, una conciencia que la hace dudar de su trabajo. Temblar, cuestionarse al borde del precipicio. Se agudiza en ella una crisis existencial, primigenia en su carácter. Renace en su ilusión el amor olvidado, ahora imposible, pero liberador y redentorio. Entonces, Isserley decide huir del granero y de las garras de la Corporación Vess, perderse en la anchura y hermosura de la Esfera, la nueva patria que la cobija de su exilio; salir a la autopista del azar, y detener ella, con mano propia, el automóvil de su derrotero. Todos somos iguales bajo la piel, y anhelamos lo mismo. Último y grandioso matiz de la fábula.



Un adelanto


“Cuando Isserley divisaba a un autoestopista, en principio siempre pasaba de largo para tener tiempo de observarlo. Buscaba grandes músculos: un pedazo de cuerpo con patas. Los ejemplares pequeños o enclenques no le interesaban.


(...) solía aventurarse a salir a unas horas en las que el silencio era tan prehistórico que su vehículo hubiera podido ser el primero que rodaba por una carretera. Era como si la hubieran transportado a un mundo tan reciente que las montañas aún debieran experimentar algunos cambios y los valles frondosos todavía tuvieran que convertirse en mares.


Sin embargo, una vez que se lanzaba con su cochecito a la carretera desierta y ligeramente húmeda, solía ser simple cuestión de minutos que detrás de ella aparecieran otros coches que también se dirigían al sur y que no se conformaban con ir al ritmo que ella marcara, como va una oveja tras otra por un sendero estrecho, sino que la obligaban a conducir más deprisa por aquella carretera de un solo carril, a menos que quisiera oír un concierto de cláxones.



(...) la mayor fuente de distracción no la constituía aquel peligro, sino la seducción de la belleza. Una zanja resplandeciente por el agua de la lluvia, una bandada de gaviotas siguiendo una máquina sembradora por un campo cubierto de abono, el reflejo de la lluvia al caer dos o tres montañas más allá, y hasta el vuelo en las alturas de un ostrero solitario, podían hacer que Isserley casi se olvidara de para qué estaba en la carretera”. (págs. 9-11)




“El modo en que la miraba Amlis era conmovedor, pero maravilloso al mismo tiempo. La miraba como si ella fuese el guardián del universo, como si el universo entero le perteneciera, cosa que, tal vez, fuese cierta.


El terrible precio que había tenido que pagar conllevaba, en cierta medida, que aquel mundo le perteneciese. Estaba mostrando a Amlis lo que podían ser los dominios de quien estuviera dispuesto a someterse al sacrificio supremo, un sacrificio que nadie, salvo ella, se había atrevido a llevar a cabo. Bueno, en realidad, salvo ella y Esswis. Pero éste rara vez abandonaba su casa de la granja. Probablemente, el verse tan desfigurado había acabado con él. Las maravillas de la naturaleza no significaban nada para él. No eran un consuelo suficiente. Ella, sin embargo, seguía forzándose a salir y ver todo cuanto había que ver. Se exponía todos los días a la imparcialidad de los cielos, feliz de hallar consuelo bajo su bóveda”. (pág. 269)


“Isserley bajó la mirada hacia donde estaba Yns. Éste le sonreía de oreja a oreja, enseñando unos dientes estropeados; tenía una brillante mancha de salsa en la punta del hocico. A pesar de lo desagradable que le parecía, de repente Isserley comprendió que el pobre era un tipo inofensivo, una bestia de carga impotente, un esclavo, un ser de usar y tirar, destinado a un solo fin. Cautivo en las profundidades de la tierra, llevaba una existencia que apenas era mejor que la que le hubiera tocado si se hubiese quedado en los Estados Nuevos. Para ser sinceros, todos aquellos hombres se estaban cayendo a pedazos, pelo a pelo y diente a diente, como piezas de una maquinaria demasiado usada, herramientas baratas para llevar a cabo un trabajo que los iba a enterrar a todos. Mientras Isserley recorría los espacios abiertos de sus ilimitados dominios, ellos permanecían atrapados bajo los establos de Ablach, trabajando como máquinas, escarbando bajo la pobre luz de una lámpara de volframio, respirando un aire viciado y comiendo los asquerosos despojos que sus amos rechazaban. A pesar de que la Corporación Vess había anunciado a bombos y platillo que les iba a brindar la posibilidad de emprender una vida nueva y diferente, lo único que había hecho era sacarlos de un hoyo para enterrarlos en otro”. (pág. 287)


“A pesar de todos los privilegios de los que gozaba, de toda su belleza y de su total perfección, había millones de cosas que Amlis no llegaría a conocer nunca. Era un príncipe que había regresado a su tierra, pero su reino era un vertedero comparado con los dominios de Isserley. Incluso los de la Élite, que se mantenían alejados de las cosas más horribles, no eran más que prisioneros en jaulas opulentas que vivían y morían sin llegar a imaginar siquiera toda la belleza que Isserley veía día tras día. Todo lo vivían y disfrutaban dentro de recintos cerrados: el dinero, el sexo, las drogas y la comida escandalosamente cara (¡diez mil liss por un filete de voddissin!). Y el único fin de todo aquello era distraerse de la espantosa desolación, de la oscuridad y de la putrefacción que les esperaba constantemente al otro lado de las delgadas paredes de sus hogares”. (pág. 291)


“El aviir haría que el coche, ella y un buen pedazo de tierra saltaran por los aires convertidos en las partículas más pequeñas que quepa concebir. La explosión produciría un cráter en el suelo de una anchura y una profundidad similares a las que causaría la caída de un meteorito.



Y ella... ¿Adónde iría a parar?



Los átomos que la habían conformado se fundirían con el oxígeno y el nitrógeno del aire. En vez de acabar sepultada bajo tierra, se convertiría en parte del cielo. Así era como había que considerar el asunto. Con el paso del tiempo, los restos invisibles de su ser se irían mezclando con todas las maravillas que existían bajo el sol. Cuando nevase, sería parte de la nieve y caería suavemente sobre la tierra. Con la evaporación volvería a elevarse. Cuando lloviese, estaría en aquel arco espectral que se extendía desde el estuario hasta la tierra. Ayudaría a cubrir los prados de neblina, pero siempre sería transparente para las estrellas. Viviría eternamente. Lo único que necesitaba era valor para apretar aquella tecla y tener fe en que la conexión no se hubiera estropeado.



Alargando una mano temblorosa, dijo:


- Allá voy”. (págs. 330-331)

Vicente Lastra
Santiago de Chile, Julio de 2005.


*Artículo publicado en la revista impresa Ciudad de los Césares Nº 76, Santiago de Chile, enero de 2006. Igualmente, editado en la revista chilena virtual Bajo los Hielos Nº 17 (www.bajoloshielos.cl).