miércoles, 7 de noviembre de 2007

Nostalgia de Mujica Lainez

“No sentí resbalar mudos los años”
Quevedo


“¿Qué es amar? ¿Qué es amar, sino añorar?”

Manuel Mujica Lainez, El escarabajo


“Escéptico de casi todas las cosas, Mujica no lo fue nunca de la belleza”

Jorge Luis Borges, Biblioteca personal







Abundan los ejemplos de autores que pasan desapercibidos para la inmensa mayoría del público lector. Y las razones por lo que aquello sucede no sólo se remiten a problemas de índole editorial, ya sean éstas fallas en la distribución, o modas pasajeras que imponen ciertas vertientes de la literatura. Por el contrario, en un sinnúmero de oportunidades, los mismos críticos y autores, evidencian verdaderas muestras de ceguera artística, al no reconocer las virtudes creativas de algún iluminado contemporáneo.









Esto último, es lo que ha acontecido con el escritor argentino Manuel Mujica Lainez.




Pues, en este narrador, hallamos los grandes valores apreciados por los amantes de la buena literatura, a saber: una profunda sensibilidad, rebeldía crítica, fortaleza intelectual, y un manejo del idioma prodigioso. Buscando un paralelo cercano en este virtuoso aspecto, quizás, podríamos citar a su redescubierto compatriota Juan Filloy, o al cubano Alejo Carpentier. No obstante, encontramos en la prosa de Mujica, un lenguaje arcaico y exquisito, exhalador de un encanto único; que por las temáticas que abordó, no había otra manera de expresar.




Este artículo, por lo tanto, tiene la finalidad de dar a conocer, sobre todo a las nuevas generaciones de lectores, la figura y obra de este ínclito escritor hispanoamericano, injustamente postergado.




Minucias de una vida interesante




Manuel Bernabé Mujica Lainez, Manucho, nació el día 11 de septiembre de 1910, en la ciudad de la Santísima Trinidad y puerto de Santa María de los Buenos Aires, Capital Federal de la República Argentina. Durante su adolescencia y juventud, estudió en su terruño natal, Francia e Inglaterra; importante dato que explica su bagaje cultural, inherente a toda su producción literaria. Regresa al antaño Virreinato de La Plata, donde inicia estudios universitarios de Derecho en la Universidad de Buenos Aires -sólo por dos años-, incorporándose tiempo después, a la administración pública, ejerciendo funciones en el Ministerio de Agricultura y Ganadería.



Ya en 1932, y trabajando como columnista y crítico de arte para el diario bonaerense La Nación, se dedica por completo al oficio de escritor. Cuatro años después, en tanto, debuta publicando Glosas castellanas (1936), amenos ensayos, que obtienen la Medalla de Oro de la Institución Cultural Española de su ciudad. Además, en aquella crucial temporada, contrae matrimonio con Ana María de Alvear Ortiz Basualdo, mujer de rancia prosapia y mayor fortuna, cuyo enlace engendró tres hijos: Diego (1937), Ana (1939) y Manuel Florencio (1941).




Posteriormente, da a conocer Don Galaz de Buenos Aires (1938), Medalla de Oro, esta vez, del Instituto Bonaerense de Numismática y Antigüedades, y tres biografías de autores rioplatenses: Miguel Cané (1942), Hilario Ascasubi (1943) y Estanislao del Campo (1948), respectivamente. Su propuesta entusiasma a la crítica. En el intersticio, confecciona el largo poema Canto a Buenos Aires (1943), y asiste, en misión periodística, a la entrega del Premio Nobel de Literatura de 1945, que consagraría a la chilena Gabriela Mistral, en la nórdica Estocolmo. Con las colecciones de cuentos Aquí vivieron (1949) -Faja de Honor de la Sociedad Argentina de Escritores (SADE)-, y Misteriosa Buenos Aires (1951), se perfila su creación literaria.





Luego, viene la famosa tetralogía en donde intenta delinear una visión de la aristocracia argentina, compuesta por Los ídolos (1953), La casa (1954), Los viajeros (1955), e Invitados en El Paraíso (1957). Simultáneamente, estos son años de intensa actividad cultural y diplomática representando a su patria.







Más adelante, en la década de 1960 y producto de sus frecuentes viajes a Europa, e inspirado por el legado del Renacimiento italiano, nace su monumental Bomarzo (1962), en opinión nuestra, su obra cumbre: reconocida con el Premio Nacional de Literatura en su país (1963), y ganadora del Premio John F. Kennedy de Literatura (1964), ex aequo, junto a Rayuela de Julio Cortázar. En los años siguientes, esta obra sería adaptada primero, como cantata, y luego, como ópera, por el compositor argentino Alberto Ginastera, bajo libreto de Manucho; anotamos que injustamente censurado su estreno, en el Teatro Colón, por las autoridades porteñas de entonces (1967). Mostrando una faceta intelectual desconocida, presenta su traducción de los Sonetos (selección), de Shakespeare (1963), y Las mujeres sabias de Molière (1964).


Prosiguiendo con su bibliografía, a mediados de la misma decena, publica El unicornio (1965), recreando la Edad Media con tintes fantásticos, y donde, según su amigo Jorge Cruz, es posible distinguir importantes rasgos de su trayectoria vital. Dando muestra de su versatilidad, tres años después, Mujica Lainez da a conocer De milagros y de melancolías (1968), hilarante narración acerca de la génesis e historia de una ficticia ciudad sudamericana, desde su fundación hasta el año 4000, mediante el análisis de sus personajes descollantes. Se ha jubilado, y teniendo a su hacienda “El Paraíso”, en Córdoba, Argentina, como lugar de trabajo, emprende nuevos proyectos, como su versión de Phèdre, de Racine (1972), y la escritura de las novelas Cecil (1972), El laberinto (1974) y El viaje de los siete demonios (1974). Acto seguido (1975), muere su madre, doña Lucía Lainez Varela, cuyo esposo, don Manuel Mujica Farías -y padre del escritor-, descendía en línea directa del capitán y fundador de Buenos Aires, don Juan de Garay.






Mientras, en los años posteriores, entrega a la imprenta Los cisnes (1977), y se comienzan a editar sus Obras completas (1978). Proyecto, sin embargo, que a la postre acabaría inconcluso, alcanzándose a publicar tan sólo un tomo de los cinco previstos. Igualmente, prepara las pruebas del conjunto de narraciones El brazalete y otros cuentos (1978), y de Los porteños (1980), éstos, diversos artículos de raigambre costumbrista.








Discurriendo 1982, publica su último gran libro, El escarabajo, apasionante recorrido de una joya egipcia por 3.000 años de historia universal. Viaja además por España, Italia, Francia -donde es condecorado con la Cruz de Caballero de la Legión de Honor-, Portugal y el centro de Europa. Asimismo, es declarado Ciudadano Ilustre de Buenos Aires por la Municipalidad de su urbe (1984). Falleciendo, a raíz de un edema pulmonar y complicaciones cardíacas, en “El Paraíso”, el día 22 de abril de 1984.





La reminiscencia aristocrática




En el panorama literario argentino, la figura de Mujica Lainez parece una isla casi paradisíaca en medio de un mar bravío y tempestuoso, una época dominada por la magestuosa presencia creadora de Jorge Luis Borges y de Adolfo Bioy Casares. Son igualmente, los tiempos de Julio Cortázar prisionero en la eterna adolescencia de sus cuentos. En otra senda, la desesperación que encierran los libros de Roberto Arlt, Leopoldo Marechal, Eduardo Mallea y Ernesto Sabato, marcan las propuestas literarias de un público ávido de desentrañar las pasiones humanas en su estado más puro. Situado en el extremo opuesto, hallamos a Macedonio Fernández y su particular estilo.




Las inquietudes de Mujica Lainez, en tanto, lo condujeron a un rumbo distinto. Como todo escritor, no es ajeno a la denuncia y a la crítica social, empero, su óptica es diferente, siendo testigo él mismo, del auge y caída de un antiguo orden; logrando plasmar en su obra esa nostalgia propia de las aristocracias hispanas, cuyo pasado de refinamiento y lujo, se opacaba entrado el siglo veinte.



Prueba de esto que decimos, es la familiaridad que ostentaba nuestro autor con las lenguas extranjeras, especialmente cercano al francés, lo que explica su amplio conocimiento de la novela en este idioma. Los rasgos característicos de Stendhal, Gustave Flaubert, Joris-Karl Huysmans y Marcel Proust -reforzados por el estudio de los clásicos castellanos y los poetas del Siglo de Oro-, forjaron en parte su estilo recargado, de un barroquismo luminoso, trabajado con el cincel de un hábil artesano, lo que es inusual en las técnicas de manifestación escrita de los tiempos actuales. Debido a este meandro, dicho aspecto ha provocado más de alguna controversia en torno al imaginario artístico de Mujica, ya que se le ha acusado de privilegiar la forma antes que el fondo; sin embargo, los recursos estilísticos nunca deben soslayarse si el objetivo trazado se logra, cual es la expresividad y la sensibilidad de alturas que nos depara un determinado texto literario de calidad.





El contacto con la diplomacia le permitió surcar nuevas posibilidades temáticas, conocer otros mundos. Su interés se trasladó a la novela histórica, donde la labor de documentarse apropiadamente, revela la acuciosidad que ya le hemos observado en el acto mismo de escribir.




De esta manera, mientras el llamado “boom” de la literatura latinoamericana, desgranaba la realidad cotidiana de una América española amenazada por la United Fruit, y las dictaduras de turno, Mujica Lainez, consecuente con su modus vivendi, se alejó de las posturas efímeras de su época, centrando sus esfuerzos sensoriales en narrar historias del ámbito humano por él mayormente conocido. A fin de cuentas, este espacio le proporcionaba el material novelable que, insistimos, como un contemplador de primera línea, entregó a través de los hechos acaecidos y sus resonancias, sobre una clase social específica. Asertivo con nuestro términos en relación a su ética literaria, Borges diría, que el autor de El laberinto, “fue, ante todo, un hombre valiente: no condescendió nunca a lo demagógico”. (Borges 1996:514).













En esta oportunidad, escogeremos dos obras para abordar, por el simple estímulo que representan a cabalidad nuestro entorno hispanoamericano, nos referimos a La casa, y a De milagros y de melancolías.



La primera novela en reseñar (La casa), pertenece a la “etapa argentina” de Mujica; es una prosopopeya, donde la propia casa, en un tono doliente y nostálgico, narra la historia de una familia aristocrática de Buenos Aires, cuyos integrantes, verdaderas almas en pena, se aferraban a su pasado luminoso.









Los recuerdos se suceden en momentos que es inminente su demolición. En este escenario, de alegrías y tragedias de un clan bastante disfuncional, se ilustra el talento narrativo del autor, mezclando la vida de fiestas y recepciones, con las pasiones reprimidas de los personajes; sumados a esto, los elementos fantásticos e irreales, que están excelentemente incorporados en el relato mismo. Se obtiene así, un vívido fresco de un sistema donde las relaciones de jerarquía, se tornan difusas con el paso del tiempo. Ejemplo de aquello, es el poder de la servidumbre, que se hace cada vez más fuerte, hasta terminar controlando la mansión. El tono trágico de esta coyuntura, podría parecer, a simple vista, clasista y resentida, pero a través del relato doliente y resignado de la casa, somos testigos directos de los efectos de la entropía, que sin oposición, se apodera no sólo de un lugar físico, sino que también del sueño feliz de la aristocracia porteña.










Esta creación, un punto alto en la bitácora de Mujica Lainez, fue muy bien acogida por la crítica en su tiempo de aparición, y obtuvo importantes galardones; a nuestro paladar, la mejor de sus novelas redactadas en la década de 1950.












Si en La casa, presenciamos una dignidad trágica que subyuga al lector, en De milagros y de melancolías, es el humor el encargado que su revisión sea una auténtica delicia.









La ficción de esta extravagante pieza novelística es una parodia, una sátira de la historia de Hispanoamérica. Para empezar, en su trama desfilan los tópicos que han movilizado a nuestro continente por siglos: la quimera de El Dorado; las manifestaciones religiosas de autóctono origen encauzadas por la Iglesia; la dramática lucha de Independencia y su prócer excepcional; los intentos de modernización de disímiles resultados, y la puesta en práctica de ideologías contrarias a nuestra disposición espiritual. En esta suerte de antihistoria, donde incluso se vaticina un futuro sombrío gracias a las visiones de una médium, el uso de la “crónica intrincada”, como la llama el poeta de Canto a Buenos Aires, iniciada en Crónicas reales, logra su cénit tributando a esta novela.









Primero, la prosa irónica y punzante del capítulo inaugural -basada en la crónica dejada a la posteridad por el inexistente capitán Diego Cintillo-, registra los acontecimientos ocurridos en la ciudad de San Francisco de Apricotina del Milagro, también llamada Ciudad del Milagro, que fundada por el conquistador don Nufrio de Bracamonte, dependía del imaginario Virreinato de Santa Fe la Nueva.









Notable es la descripción de los gobernadores del lugar antes del “amanecer glorioso de la Independencia”, correspondiente a la segunda parte. Así pues, el ingenio mostrado en estas páginas deslumbra, y resume, por otro lado, la intención de satirizar la historia, y de sacarla del academicismo obtuso que atiborra los manuales de esta disciplina. Vale la pena decir que, De milagros y de melancolías, en idea de su creador, es una “tentativa de probar que la historia es una invención del historiador”. (Cruz 1996:160).







A continuación, el libro prosigue con la gesta de Xavier Moncil, el libertador virginal. Después, y en clara alusión a la realidad argentina, surge la figura de Gaspar Bravaverga, “el caudillo”, suerte de Juan Manuel de Rosas, erotómano y salvaje. Su descendiente, Cagliostro Bravaverga, intentará civilizar aquella tierra, mas con buenas intenciones antes que en logros prácticos. Hasta que el “líder”, el general Benicio Bracamón, imponga sus términos a la sazón del adelantado Nufrio Bracamonte, otorgándole así, el cariz de inmortalidad tan presente en el arte de Mujica Lainez, pues cada protagonista es una proyección en el tiempo, en este caso, de la efigie del conquistador hispano.










En otra arista, el epílogo “espiritista”, nos recuerda que el paso del tiempo, en su inmensidad, amolda nuestro devenir, y que incluso al especular sobre el futuro, encontramos mucho de nuestro pasado, refrendando de este modo, la fragilidad de los hombres ante los matices del incierto destino.




Las obras comentadas en las líneas precedentes, constituyen una muestra parcial del talento literario del padre de Aquí vivieron, confirmando de paso su sagacidad y versatilidad para expresar emociones, recrear períodos de la historia, y mostrar una veta humorística, que en sus primeros libros, sólo se avizoraba a tientas.




Razón por la cual, no desperdiciaremos la ocasión para sugerir la lectura de Bomarzo, máximo logro del escritor argentino, donde los tópicos mencionados, unidos a una sutil voluptuosidad, conforman un relato perfecto, ya que la narración histórica se funde con las pasiones humanas, exaltadas en una prosa absorbente y de magistral ejecución. En efecto, y como nos señala el chileno Roberto Bolaño: “(Bomarzo) es una novela sobre el arte y es una novela sobre la decadencia, es una novela sobre el lujo de novelar y es una novela sobre la exquisita inutilidad de la novela”. (Bolaño 2004:294).



Señas de identidad



En toda la producción del autor de El escarabajo, encontramos los siguientes aspectos formales:




- No podemos ubicar a Mujica Lainez en ninguna corriente o generación literaria, pues jamás adhirió a vanguardias.




- Estilo recargado, barroco, incluso preciosista, pero exacto; cualidad escasa entre los escritores iberoamericanos del siglo veinte. Profundo conocimiento de la lengua castellana.



- Como consecuencia de sus preferencias estéticas, el arcaísmo está muy presente en su obra.


- Conjunción de lo natural con lo artificioso, ejemplo de esto: Bomarzo.


- Exhaustiva documentación antes de la ejecución de la obra.


- El narrador omnisciente en primera persona.


- Uso del monólogo interior y el racconto.

Latidos de un arte

Entre los aspectos temáticos, podemos mencionar:

- La aristocracia del Río de la Plata, auge y caída de una casta, testigo privilegiado de un orden social en crisis.

- Recreación de períodos históricos: Medioevo, Renacimiento italiano y América imperial, por citar a los mejor logrados.

- La inmortalidad, un tema que obsesionó al autor; siendo el destino, en sus caminos oscuros y radiantes, los protagonistas de sus mejores páginas.

- La ironía, no sólo como un recurso discursivo, sino como argumento de parte de su producción literaria.

- En sus creaciones literarias incluye la crítica de arte, comentarios estéticos, y reseñas de artistas.


- Elegante y profunda exploración de las relaciones humanas y afectivas en toda su amplitud.

- En lo que respecta a sus tipos humanos, generalmente, se trata de personas de estimable situación pecuniaria, educadas, pero afectivamente desvalidas, presas de la melancolía y del resentimiento. Verbigracia, sus retratos históricos están muy bien logrados, deuda de la prolija documentación que formaba parte de su método de trabajo.


- Hay que hacer notar, que en sus obras históricas, vislumbramos un cierto carácter épico subyacente: siempre hay una búsqueda que es inherente a la aventura, donde el viajar y el deambular -propio de Mujica Lainez en la realidad-, se traslada con acierto a la invención.

Para el lector neófito, recomendamos comenzar el banquete del menú Mujica, por ejemplo, con Los ídolos, obra de su primera época; de inmediato percibirá la impronta de este Quijote rioplatense y la diferencia sustancial con otros narradores del idioma de Castilla.



Manucho, el viaje es eterno



“La llovizna cae en el suelo serrano de Córdoba, el verdor de la tierra generosa lo recibe con sus nudosos árboles, a lo lejos, recortada en la falda de un cerro, el rojo tejado de la casona ‘El Paraíso’, que, por fin, recibe a su antiguo dueño. Cecil, el lebrel, amaga un ladrido, tímidamente se acerca a la figura de andar pausado, que se aproxima: es un hombre calvo de cejas marcadas, bigote encanecido; va vestido con sobriedad y elegancia. En su mano derecha, se apoya sobre un bastón de brillante factura, en la siniestra, aprieta un manuscrito con fuerza, como si su vitalidad emanara de esos papeles amarillos; en el anular diestro, se observa un extraño anillo con forma de escarabajo. La lluvia se deja caer con más fuerza, quizás el cielo llora de emoción; el hombre, indiferente al temporal, no tiene prisa, ya que goza de todo el tiempo del mundo, y de mucho más”.


Vicente Lastra

Santiago de Chile, noviembre de 2006



Bibliografía


- BIOY CASARES, Adolfo. 2001. Descanso de caminantes. Diarios íntimos (edición de Daniel Martino). Buenos Aires: Editorial Sudamericana.


- BOLAÑO, Roberto. 2004. “Bomarzo”, en Entre paréntesis (edición de Ignacio Echevarría). Barcelona: Editorial Anagrama.


- BORGES, Jorge Luis. 1996. Biblioteca personal, en Obras completas IV (1975-1988). Barcelona: Emecé Editores España.


- CABALLERO, María. 2000. Novela histórica y posmodernidad en Manuel Mujica Lainez. Sevilla: Secretariado de Publicaciones de la Universidad de Sevilla.


- CRUZ, Jorge. 1996 (1977). Genio y figura de Manuel Mujica Lainez. Buenos Aires: Editorial Universitaria de Buenos Aires.


- CRUZ, Jorge. 1999. “Prólogo” a los Cuentos completos de Mujica Lainez. Buenos Aires:
Alfaguara.


- LAERA, Alejandra. 2005. Los dominios de la belleza. Antología de relatos y de crónicas de Manuel Mujica Lainez. Buenos Aires: Fondo de Cultura Económica.


- MUJICA LAINEZ, Manuel. 1995 (1954). La casa. Madrid: Editorial Sudamericana.


- MUJICA LAINEZ, Manuel. 1969 (1968). De milagros y de melancolías. Buenos Aires: Editorial Sudamericana.


- PEÑA VIAL, Jorge. 2002. La poética del tiempo: ética y estética de la narración. Santiago de Chile: Editorial Universitaria.



* Artículo publicado en la revista electrónica española Arbil Nº109(http://www.arbil.org/109muji.htm), y en la también virtual argentina Palabras Diversas Nº4, correspondiente a marzo de 2007 (http://www.palabrasdiversas.com/).

martes, 9 de enero de 2007

Un escritor crítico de la sociedad contemporánea: Michel Faber

“Una época que, en cincuenta años, desarraiga, somete o mata a setenta millones de seres humanos, debe sólo, y en primer lugar, ser juzgada”.
Albert Camus, El hombre rebelde

Es común escuchar el comentario referente a la escasez, en el panorama literario actual, de piezas de real valor formal e incontestable jerarquía artística. Debemos reconocer que dicha opinión tiene mucho de cierto: la mayoría de lo publicado y depositado en las estanterías de las librerías en el último tiempo, carece de la estampa, si no la altura, de lo dable en llamar, “obra literaria” . Empero, de vez en cuando, aparecen autores cuyas creaciones nos dicen que no todo está perdido, y que lo grande de eterno e inmortal, contenido en un buen poema o en una colosal novela, resplandecerá por siempre, mientras en el genio humano, exista un afán honesto por encontrar la belleza y la verdad.



Hablamos de escritores cuya lectura nos conmueva, haga reflexionar acerca de nuestro actuar, y posterior desenvolvimiento en la vida; en otras palabras, que nos haga conocer y comprender, un poco más, de la inefable naturaleza humana. Al decir del afamado crítico norteamericano y profesor de literatura Harold Bloom, “el leer a un autor genial equivale a la gloriosa sensación del enamoramiento, pero con la ventaja de no salir dañado de la relación”.


Uno de esos escritores, en la hora presente, es Michel Faber.


Nacido en Holanda (1960) y criado en Australia, Faber arribó en la antigua posesión británica, junto a sus padres, a la edad de siete años. Aquello, unido a sus estudios en la Universidad de Melbourne –en literatura inglesa, precisamente-, hacen que utilice la lengua de Shakespeare -y no la materna- para expresarse. Permaneció en el más pequeño de los continentes o la mayor isla del Globo, hasta 1992. Desde entonces, vive en el norte de Escocia, en una antigua estación de ferrocarriles, escudriñando el Mar del Norte.


Antes de revelarse como un talentoso escritor, el holandés desempeñó los más variados oficios: las ejerció de enfermero, embalador, hombre de la limpieza, y hasta de cobaya para investigaciones médicas. Con la aparición de su primer libro, el conjunto de relatos Some Rain Must Fall (Tiene que llover un poco, 1997), los hechos cambiaron para nuestro inventor; llegaron los premios y galardones literarios, el reconocimiento y la atención de las grandes firmas editoriales. Gracias a ese impulso, en el año 2000, publica Under the Skin (Bajo la piel). Su éxito crece enormemente; es traducido a una decena de idiomas, y su nombre despunta entre los mejores escritores de su generación en habla inglesa.


Lo último de la pluma de Faber en abandonar la imprenta, es la majestuosa The Crimson Petal and the White (Pétalo carmesí, flor blanca, 2002). Cuya confección le demoró una investigación y posterior escritura de casi dos décadas, y que por otra parte, le significaría la consagración definitiva. Inspirada en el Londres de finales del siglo diecinueve, es considerada un fresco alucinante de la época victoriana. Una trama donde confluyen los más entrañables y despreciables sentimientos, el romanticismo, y los prejuicios sociales; dando forma, de esta manera, a una original interpretación de ese fascinante espacio de tiempo de la historia británica. No por nada, nos estamos refiriendo a un libro de más de mil páginas hilvanadas por un artesano de indiscutible maestría.



En el circuito editorial en lengua castellana, podemos hallar sus dos novelas traducidas y publicadas; ambas bajo el sello de Anagrama, en su colección “Panorama de narrativas”. De su libro de cuentos, existen sólo versiones parciales en revistas impresas y sitios virtuales.



Para intentar acercarnos al arte de Faber, en esta ocasión, nos valdremos de su primera novela, Bajo la piel.


Asimismo, nuestro análisis se basará en la correcta versión de Cecilia Ceriani y Txaro Santoro, de la casa del libro recién citada. Por lo demás, la única existente en español (Michel Faber, Bajo la piel, Editorial Anagrama, Barcelona, 2002, 331 páginas).




Una fábula prodigiosa

Para la mayoría de la crítica literaria europea, la novela que nos traemos entre manos, se trata de una fábula –ficción con que se encubre una verdad- notablemente narrada, en la gran tradición inglesa de Jonathan Swift, Joseph Conrad, y un George Orwell. Sin contrarrestar ese juicio, más bien apoyándolo, delinearemos unas cuantas observaciones al respecto.


Otro sector, en cambio, la cataloga como una aplaudible obra de ciencia ficción. Faber, en tanto, señala haber utilizado elementos fantásticos en su libro, con el propósito de denunciar aspectos de la realidad, que enunciados de otra forma, resultarían terriblemente desesperanzadores. Por estas razones, y sin temor a equivocarnos, podemos hablar de Bajo la piel, principalmente, como una descollante novela de profundas ideas filosóficas, embadurnadas éstas, con una invención de no menor enjundia.


Pues bien, el argumento de nuestra historia, desplegada por un narrador omnisciente a través de los más variados registros, transcurre en el norte de Escocia, en el invierno frío, solitario, melancólico, de las Highlands que rodean la ciudad de Inverness. Donde raudo por aquellas carreteras, el vehículo conducido por Isserley, acelera buscando autoestopistas de buena condición física con el propósito de encaminar. Hasta el momento, nada extraño. Nos parece comenzar a leer las aventuras de una mujer guiada por la avidez y la lascivia. No obstante, poco a poco, con datos intrigante proporcionados por el autor, conocemos una perspectiva radicalmente opuesta; los hombres recogidos, después de ser adormecidos en el auto tras inyectarles una droga llamada icpathua, son llevados inconscientes a una granja cercana (la Granja Ablach), para ser recibidos por un grupo de trabajadores -quienes los introducen al lugar-, y a un incierto destino. Al lado del recinto, en una casa rústica y sencilla, vive Isserley, la cazadora. Debemos consignar, que la acción siempre se desarrolla en este escenario: las autopistas, la Granja, y la costa escocesa henchida de bosques, golfos, y acantilados debido a la bravía del océano.


Mediante la constante aparición de términos desconocidos –como la droga y el mismo nombre de la mujer, inventados por Faber- sopesamos claves y pistas para concretar una posibilidad impactante: Isserley es una extrarrestre, al igual que los “hombres” que habitan la Granja Ablach. Siguiendo con su intención simbólica, el autor pasa a referirse al género humano con el sustantivo de vodsels, restringiendo para Isserley y los suyos, la definición de seres humanos; primera y destacada manifestación de la fábula.


Pero, ¿qué hacen realmente Isserley y los inquilinos de Ablach? Otras revelaciones, y el relato adquiere visos monstruosos y horripilantes. El local agrícola es una factoría alienígena donde se procesa carne humana (vodsels), para desde ahí, enviarla a su planeta de origen en naves espaciales, y ser consumida por los verdaderos hombres. Huelga decir, que los habitantes del planeta Tierra, son observados como seres vivos de segunda categoría por esta especie. La dueña y creadora de la granja, además de encargada de transportar el producto al cosmos, es la Corporación Vess; un imperio económico de sideral poderío e influencia en la comunidad galáctica.



En el mundo de Isserley, la carne de vodsel es un manjar privativo de la Élite, la clase dirigente. Su precio es igual al valor del agua y el oxígeno que necesita una familia cualquiera de esa civilización -fundada sobre las bases de la mercancía y la ganancia- para sobrevivir. Esta última exageración es una clara alusión al endiosamiento desenfrenado del dinero padecido por la humanidad en los minutos actuales. Y mientras Faber discurre en aquellas explicaciones, sabemos de oídas más de esa sociedad, y cuánto se parece a la nuestra. O podría llegar a ser. Porque, acaso, ¿no es la ficticia Corporación Vess, un reflejo macabro y real, de la preeminencia innegable que podrían ostentar las grandes trasnacionales financieras, tanto como para llegar a decidir en un futuro próximo, acerca de la vida y la muerte, si tras esa encrucijada, existe algún tipo de beneficio monetario por resolver? O, mejor aún, ¿no es en estos tiempos –ha sido siempre- la posesión del dinero, un factor abrumador al instante de llegar a definir, antes que cualquier otra cosa, el derecho a existir; ya en condiciones límites, ya si no alcanza la subsistencia para todos?


Los seres humanos, llegada cierta edad –a excepción de la casta superior- deben afrontar un examen, cuyo resultado sentenciará dónde residirán desde ahí en adelante: o sobre la superficie, o bajo tierra, en los denominados Estados Nuevos. Ser relegado a los Estados Nuevos, significa una vida hasta la muerte, de encierro infrahumano y trabajos forzados. Aunque habitar arriba, si no se tiene dinero, no cuenta lo suficiente; la contaminación de la atmósfera es tal, que se requieren verdaderas mansiones para moverse y conseguir guarecerse de la suciedad ambiental. Somos testigos, en suma, de un estudio de las jerarquías de poder y sus consecuencias, llevado hasta sus más extremas posibilidades.


Pero volvamos a Isserley, quien al momento de afrontar la definitoria Prueba, es calificada negativamente. A pesar de las promesas de algunos miembros de la Élite, que disfrutaron de sus favores femeninos, para ayudarla y asegurarle la permanencia en la intemperie. Nuestra protagonista, entonces, es condenada a pasar el resto de su vida en los Estados Nuevos. Encontrándose en aquella situación desesperada, aparece un ofrecimiento salvador pero paradójicamente condenatorio: abandonar los Estados Nuevos, para prestar servicios a la Corporación Vess, como recolectora de vodsels, en el planeta Tierra. Con el fin de realizar adecuadamente la función encomendada, deberá someterse a múltiples cirugías que muten su anatomía, a la bípeda de los terrícolas, y así, no despertar sospechas de su extranjero origen.


Ésa es la Isserley, tullida y mutilada, hallada en Bajo la piel.


Desde la marginalidad



En palabras de Faber, Isserley es un personaje nacido desde el rechazo social generado por un individuo al ser y sentirse diferente a los demás. Una situación vivenciada por el autor en su condición de hijo de inmigrantes, e inmigrante él mismo. Además de ser un estado de alma de un sinnúmero de hombres, víctimas del desarraigo y el abandono, en una época que persigue por los caminos más inverosímiles, la destrucción de las esencias nacionales. Con el fin abiertamente declarado de transformar al género humano en un conjunto de individuos anónimos, entregados éstos, a las fluctuaciones del gran capital y a los dictados de una minoría apátrida y globalizante. Al parecer, este objetivo ya se ha materializado, de no acontecer a la brevedad, una reacción decidida por parte de los elementos puros -aún restantes- de la Cultura Cristiana Occidental.

Retomando el hilo conductor de este ensayo, después de la operación indispensable para efectuar su labor, no hay parte del cuerpo de Isserley que no haya sido “retocada”. Sojuzgada por su nuevo cuerpo, debe hacer ejercicios matinales a fin de aliviar los dolores padecidos en su columna y extremidades.


Unos senos artificiales, son la carnada para fijar la atención de sus acompañantes en el coche. Sólo sus ojos evidencian un pálido reflejo de su belleza antaño. Al mirarlos en el espejo retrovisor de su automóvil, tiene conciencia de ser única en el universo. Quizás la dueña de todo lo existente, pero sólo ella lo sabe. Porque es distinta a toda la fauna del planeta donde pernocta, y, además, conoce de la existencia de otro sistema vivo, pero también es diferente a la totalidad de los organismos de ese orden. Es por eso, que entre los sentimientos despertados por Isserley en el lector, nunca está el de la piedad. La conciencia de su peculiaridad, aunque la confina a la soledad eterna, es igualmente el fuego que mantiene llameando sin desfallecer su altivez y soberbia. De esas características espirituales obtiene, sin duda, la frialdad para apoderarse de sus presas sin contemplaciones ni mayores cuestionamientos; dicho en otras palabras, la certeza de enarbolar una inclasificable superioridad.


Esa es la principal seducción de la novela de Faber: desarrollar su tesis sobre la vida, el sufrimiento, el amor, la muerte y la inmortalidad, a través de un alma presa del rencor y del resentimiento, de una sensibilidad al límite de la susceptibilidad, que por encontrarse en esa situación, mantiene una lucidez descomunal. Por este motivo, desde la primera página, notamos su tormento y complejidad, su cercanía y semblanza de personaje entrañable.


Todo se mantiene inalterable, con nuestra heroína haciendo sus labores regulares, hasta la visita fugaz a la Granja Ablach, de Amlis Vess, el único heredero e hijo del propietario de la compañía homónima antes mentada.


Esto supone a Isserley, enfrentarse de golpe, al peor de sus temores: ser examinada y vista, después de sus cambios, por un ser humano a quien considera su igual. Con el arribo de Amlis, la seguridad de la protagonista sufre un trastorno y un vuelco. Aparece en su personalidad, una conciencia que la hace dudar de su trabajo. Temblar, cuestionarse al borde del precipicio. Se agudiza en ella una crisis existencial, primigenia en su carácter. Renace en su ilusión el amor olvidado, ahora imposible, pero liberador y redentorio. Entonces, Isserley decide huir del granero y de las garras de la Corporación Vess, perderse en la anchura y hermosura de la Esfera, la nueva patria que la cobija de su exilio; salir a la autopista del azar, y detener ella, con mano propia, el automóvil de su derrotero. Todos somos iguales bajo la piel, y anhelamos lo mismo. Último y grandioso matiz de la fábula.



Un adelanto


“Cuando Isserley divisaba a un autoestopista, en principio siempre pasaba de largo para tener tiempo de observarlo. Buscaba grandes músculos: un pedazo de cuerpo con patas. Los ejemplares pequeños o enclenques no le interesaban.


(...) solía aventurarse a salir a unas horas en las que el silencio era tan prehistórico que su vehículo hubiera podido ser el primero que rodaba por una carretera. Era como si la hubieran transportado a un mundo tan reciente que las montañas aún debieran experimentar algunos cambios y los valles frondosos todavía tuvieran que convertirse en mares.


Sin embargo, una vez que se lanzaba con su cochecito a la carretera desierta y ligeramente húmeda, solía ser simple cuestión de minutos que detrás de ella aparecieran otros coches que también se dirigían al sur y que no se conformaban con ir al ritmo que ella marcara, como va una oveja tras otra por un sendero estrecho, sino que la obligaban a conducir más deprisa por aquella carretera de un solo carril, a menos que quisiera oír un concierto de cláxones.



(...) la mayor fuente de distracción no la constituía aquel peligro, sino la seducción de la belleza. Una zanja resplandeciente por el agua de la lluvia, una bandada de gaviotas siguiendo una máquina sembradora por un campo cubierto de abono, el reflejo de la lluvia al caer dos o tres montañas más allá, y hasta el vuelo en las alturas de un ostrero solitario, podían hacer que Isserley casi se olvidara de para qué estaba en la carretera”. (págs. 9-11)




“El modo en que la miraba Amlis era conmovedor, pero maravilloso al mismo tiempo. La miraba como si ella fuese el guardián del universo, como si el universo entero le perteneciera, cosa que, tal vez, fuese cierta.


El terrible precio que había tenido que pagar conllevaba, en cierta medida, que aquel mundo le perteneciese. Estaba mostrando a Amlis lo que podían ser los dominios de quien estuviera dispuesto a someterse al sacrificio supremo, un sacrificio que nadie, salvo ella, se había atrevido a llevar a cabo. Bueno, en realidad, salvo ella y Esswis. Pero éste rara vez abandonaba su casa de la granja. Probablemente, el verse tan desfigurado había acabado con él. Las maravillas de la naturaleza no significaban nada para él. No eran un consuelo suficiente. Ella, sin embargo, seguía forzándose a salir y ver todo cuanto había que ver. Se exponía todos los días a la imparcialidad de los cielos, feliz de hallar consuelo bajo su bóveda”. (pág. 269)


“Isserley bajó la mirada hacia donde estaba Yns. Éste le sonreía de oreja a oreja, enseñando unos dientes estropeados; tenía una brillante mancha de salsa en la punta del hocico. A pesar de lo desagradable que le parecía, de repente Isserley comprendió que el pobre era un tipo inofensivo, una bestia de carga impotente, un esclavo, un ser de usar y tirar, destinado a un solo fin. Cautivo en las profundidades de la tierra, llevaba una existencia que apenas era mejor que la que le hubiera tocado si se hubiese quedado en los Estados Nuevos. Para ser sinceros, todos aquellos hombres se estaban cayendo a pedazos, pelo a pelo y diente a diente, como piezas de una maquinaria demasiado usada, herramientas baratas para llevar a cabo un trabajo que los iba a enterrar a todos. Mientras Isserley recorría los espacios abiertos de sus ilimitados dominios, ellos permanecían atrapados bajo los establos de Ablach, trabajando como máquinas, escarbando bajo la pobre luz de una lámpara de volframio, respirando un aire viciado y comiendo los asquerosos despojos que sus amos rechazaban. A pesar de que la Corporación Vess había anunciado a bombos y platillo que les iba a brindar la posibilidad de emprender una vida nueva y diferente, lo único que había hecho era sacarlos de un hoyo para enterrarlos en otro”. (pág. 287)


“A pesar de todos los privilegios de los que gozaba, de toda su belleza y de su total perfección, había millones de cosas que Amlis no llegaría a conocer nunca. Era un príncipe que había regresado a su tierra, pero su reino era un vertedero comparado con los dominios de Isserley. Incluso los de la Élite, que se mantenían alejados de las cosas más horribles, no eran más que prisioneros en jaulas opulentas que vivían y morían sin llegar a imaginar siquiera toda la belleza que Isserley veía día tras día. Todo lo vivían y disfrutaban dentro de recintos cerrados: el dinero, el sexo, las drogas y la comida escandalosamente cara (¡diez mil liss por un filete de voddissin!). Y el único fin de todo aquello era distraerse de la espantosa desolación, de la oscuridad y de la putrefacción que les esperaba constantemente al otro lado de las delgadas paredes de sus hogares”. (pág. 291)


“El aviir haría que el coche, ella y un buen pedazo de tierra saltaran por los aires convertidos en las partículas más pequeñas que quepa concebir. La explosión produciría un cráter en el suelo de una anchura y una profundidad similares a las que causaría la caída de un meteorito.



Y ella... ¿Adónde iría a parar?



Los átomos que la habían conformado se fundirían con el oxígeno y el nitrógeno del aire. En vez de acabar sepultada bajo tierra, se convertiría en parte del cielo. Así era como había que considerar el asunto. Con el paso del tiempo, los restos invisibles de su ser se irían mezclando con todas las maravillas que existían bajo el sol. Cuando nevase, sería parte de la nieve y caería suavemente sobre la tierra. Con la evaporación volvería a elevarse. Cuando lloviese, estaría en aquel arco espectral que se extendía desde el estuario hasta la tierra. Ayudaría a cubrir los prados de neblina, pero siempre sería transparente para las estrellas. Viviría eternamente. Lo único que necesitaba era valor para apretar aquella tecla y tener fe en que la conexión no se hubiera estropeado.



Alargando una mano temblorosa, dijo:


- Allá voy”. (págs. 330-331)

Vicente Lastra
Santiago de Chile, Julio de 2005.


*Artículo publicado en la revista impresa Ciudad de los Césares Nº 76, Santiago de Chile, enero de 2006. Igualmente, editado en la revista chilena virtual Bajo los Hielos Nº 17 (www.bajoloshielos.cl).