Dostoievski
“El sentido moral de los mortales es el precio que debemos pagar por nuestro sentido mortal de la belleza”.
Vladimir Nabokov
Datos de rigor
Vladimir Nabokov (1899-1977) fue el continuador en el siglo veinte, por derecho propio, de la gran tradición de narradores eslavos que enriquecieron Occidente en el diecinueve, y que brillan con lámparas de oro entre las creaciones escogidas de la humanidad. Una verdadera aristocracia de las bellas letras, que iniciada con Alexander S. Pushkin, terminaría en el arrebato místico de un León Tolstoi, pasando revista a Gógol, Dostoievski, y Mijail Iurevitch Lérmontov, por citar a los más rancios.
Sólo la literatura francesa, con su lista de colosos encabezados por Balzac, puede decir otro tanto en igual período.
De sus compatriotas, ni Pasternack, ni Solhienitzyn, (quizás Mijaíl Bulgákov, el autor de El maestro y Margarita), se le pueden comparar: así de grande y tajante es nuestro escritor.
La tragedia para el autor de Lolita (1955), y que a la postre le impediría alcanzar mayores alturas en relación a los que le antecedieron, fue que a causa de la Revolución Rusa, debió abandonar para siempre su patria y cambiar “... mi idioma natural, mi libre, rica, infinitamente dócil lengua rusa, por un inglés mediocre, desprovisto de todos esos aparatos –el espejo falaz, el telón de terciopelo negro, las asociaciones y tradiciones implícitas- que el ilusionista nativo, mientras agita los faldones de su frac, puede emplear mágicamente para trascender a su manera la herencia que ha recibido”. Primero Inglaterra, después Alemania, luego Francia, los Estados Unidos, para morir en Suiza, ¡como Charles Chaplin!, fueron los itinerarios de su exilio eterno. A pesar de aquello, Nabokov esgrimiría la perfección en su idioma adoptivo, tanto así, que su obra maestra, Lolita, es considerada por la crítica norteamericana, unánimemente, como The Great American Novel.
Los lectores hispanos tenemos la dicha de contar con todas sus ficciones traducidas, incluso sus recuerdos autobiográficos, reunidos bajo el sugerente nombre de Habla, memoria (1966). Las novelas de su primera época en lengua rusa, casi todas aparecidas durante su estancia en la República de Weimar, hasta la anglosajona mencionada más arriba, que culmina con la famosa Lolita. Otros títulos destacados suyos son: La dádiva (1952), comparada por Stephen Spender con El retrato del artista adolescente de James Joyce..., La defensa (1930), Pálido fuego (1962), y Ada o el ardor (1969), última novela de Nabokov, donde la pasión amorosa entre seres de la misma sangre, es decir, entre hermanos, pocas veces ha sido tratada con tanta delicadeza y altura de miras. Lo último en aparecer fue una edición de sus Cuentos completos bajo la rúbrica de Alfaguara (2001).
Sobre el texto que nos desvela, a principios de siglo, el mundo literario fue sacudido por una especie de escándalo, decimos “especie”, porque realmente importó a unos pocos obsesionados con estos temas: la traducción de Enrique Tejedor, la tenida por “oficial” en lengua castellana desde la década del sesenta (Editorial Sur, Buenos Aires), estaba plagada de errores y groseras omisiones desde su traslado del inglés original. La crisis se remediaría con la pronta aparición de la versión de Francesc Roca. Una rápida comparación entre los manuscritos deja ver la ceguera o el inglés de principiantes de Tejedor, que en su descargo puede alegar el apuro del lector en español por abrazar a Lolita en la cima del escándalo.
Es así, entonces, como las citas que ocuparemos provienen del trabajo de Roca. Será también la fuente y base de nuestro análisis. Esta edición puede ser encontrada en Editorial Anagrama, Panorama de Narrativas, Biblioteca Nabokov, Barcelona, año 2002.
Comentario importante, la novela ha sido en dos oportunidades llevada al cine. La primera cinta, de Stanley Kubrick, es un bodrio sesentero en blanco y negro; cosa curiosa, pues el guión fue escrito por el mismo Vladimir. La segunda película, dirigida esta vez por Adrian Lyne (1997), es de una estética sublime por donde se le observe: difícilmente podrá ser superada la escena que reproduce el (re)encuentro de Humbert Humbert con Dolores Haze, sobre una esterilla, en un estanque de sol, con la nínfula hojeando distraídamente una revista farandulesca.
Dichos estos aprontes, entremos en materia.
La esperanza de Humbert o la búsqueda del amor
Lolita es una historia de amor, cruel, brutal, inmensamente triste, quizás lo más parecido en nuestro tiempo a esas tragedias imposibles que cantaban los juglares medievales, los bardos que recorrían los bosques de la vieja Europa. Es una reminiscencia, un recuerdo, una expiación, escrita en un estilo sin concesiones por el propio involucrado y protagonista de la historia, que se autodesigna Humbert Humbert, porque, a su juicio, es el nombre más apropiado para alguien de su calaña, para un transgresor de su estirpe, “pero, no sé por qué, creo que es el que mejor expresa todo lo malo que hay en mí”.
Maldad, que es la vileza de un poeta encadenado, de un soñador amarrado por la construcción de sus sueños imposibles de pintarse en la "bendita materia”.
Nos explica Humbert, con el corazón rebosante de amargura desde su celda, “cuando empecé a escribir Lolita, primero en la sala de observación para psicópatas, después en esta reclusión bien caldeada, aunque sepulcral, pensé que emplearía estas notas in toto durante mi juicio, no para salvar mi cabeza, desde luego, sino mi alma...”.
De esta forma, llevando a cabo la escritura del relato, Humbert no pretende justificar su crimen, sino que desea inmortalizar para la vida de las generaciones futuras, la memoria de su amada. Es en definitivas cuentas, la recreación de un sueño frustrado de felicidad.
Por ende, además de una crónica, Lolita es un soberbio estudio lírico de la desesperanza.
El narrador desbocado, nos relata en primera persona, la presencia de sus crímenes y demonios; denuncia irónica y ácidamente, con el odio que sólo tienen los desechados por la vida, la cultura del plástico y del motel, del dinero y la superficialidad de nuestra era. Pero ojo, esos son nada más que la escenografía y el telón de fondo, la tramoya y los disfraces. Son el tributo que tiene que pagar Nabokov por ser nuestro contemporáneo. Lolita es tan poderosa, que sale airosa en cualquier siglo, y en cualquier época. Su temática es de por sí trascendente.
Humbert confiesa su vida sin tapujos, admirando la imagen que alienta su existencia desde lo más recóndito de su alma: el amor de su juventud, la conjunción de todas sus carencias afectivas, la niña ésa que amó en un principado junto al mar, a sus catorce años. Muerta la joven holandesa, aire de sus ensoñaciones, se concretiza lo que será una imposibilidad de por vida; la dificultad cierta de volver amar, de ser amado. Sin embargo, eso no es obstáculo para mantener la ilusión de reincidir nuevamente, en las astillas de sueño que manifiesta el amor. Y ese espejismo, el de la nínfula virginal, es el fuego que atempera la frialdad de su derrotero posterior, es el tesoro al que echa mano para enfrentar las dificultades que se le presentan en el camino. Solitario y desfalleciente trayecto. Junta los párpados, exige a su memoria, y esa esperanza, ese regreso a la infancia, que es al fin y al cabo, la ilusión de volver al absoluto primigenio, le regalan los deseos de vivir y seguir adelante.
¿Por qué esa búsqueda ansiosa y frenética, apurada y obsesiva? La respuesta, la encontramos en la misma biografía del literato francés (la nacionalidad de nuestro confidente). Huérfano de madre a tierna edad, con un padre más frívolo que cariñoso, el niño melancólico, el adolescente sensible, lógicamente, volcará toda su capacidad de amar intacta, acumulada, en su primer amor. Destruida esa primera experiencia, el joven idealizará, el hombre la proyectará... Alegarán voces diciendo que eso les sucede a todos, que es un acontecimiento natural en la vida de todos. Pero, ¿es que todos los seres humanos sienten igual, de la misma manera; y por ello, deben reaccionar de una forma parecida a estímulos de la misma índole?
El mismo Humbert, nos facilita la tarea definiendo la naturaleza de su pasión, “era un amor a primera vista, a última vista, a cualquier vista...”. Dolores Haze, superaba con réditos su papel de mujer y amante, era la persecución de un ideal, de una carencia que molestaba, torturaba. ¿No lo entienden? ¿No lo comprenden? Humbert Humbert, quiso llevar su experiencia mística a la materia, a Dios traerlo a la tierra. Pero no pudo, simplemente no pudo.
La moral que se derrumba o la comprobación de una realidad
La moral que se derrumba o la comprobación de una realidad
Esta será una defensa apasionada de Humbert. Nos colocaremos fieramente en el banquillo del acusado, y por ello, nuestra respuesta será firme y violenta. Absolvemos a Humbert Humbert de toda culpa, cargo y agravio. Señoras y señores del jurado, permítanme decirles que la costumbre, la moral no tiene nada que hacer aquí, rotundamente nada. Que no entromezca sus sucias y culposas garras, en los terrenos inmarcesibles, sagrados de la poesía; en el campo de acción etéreo de los poetas.
Definitivamente menos, la moral de una sociedad donde la vida cotidiana destila el aroma abyecto de lo contrario, de la inmoralidad, a sucias bocanadas, a grises ventiladas. Un lugar donde los sistemas filosóficos y éticos, hace ya bastante tiempo que dejaron de guiar los latidos de los comportamientos sociales, el sibilino pulso de las relaciones entre sus miembros. Entonces, si la colectividad presenta esos rasgos demoníacos por esencia, casi por determinación. ¿Es que, no podría ser al revés, y el ser sensible, el artista, transformarse en una víctima de la degeneración de la comunidad? Más todavía, si sumamos los argumentos enarbolados en líneas anteriores, en los que Humbert pasa a transformarse en el resultado de un grupo humano donde los vínculos de afectividad se desenvuelven según el capricho y la conveniencia, y no sobre la base honorable del compromiso.
Tiene a lugar una escena en la cinta de Lyne que es capital para dar mayores luces a este respecto. Observemos. Una noche de lluvia y tormenta en el medio oeste norteamericano. Los relámpagos y truenos resplandecen y encienden el cielo con todas sus fuerzas. En un motel anónimo, Humbert y Lo, duermen profundamente, uno junto al otro, en el fin de la noche. Humbert el dormilón, cae bajo las garras de una terrible pesadilla. La pesadilla es densa y bulliciosa, con gentes que golpean estrepitosamente la puerta de la habitación. Toc, toc, toc. Humbert se levanta y abre la puerta. Para su sorpresa, la muchedumbre que aparece se ríe de él, de su miedo, de su ingenuidad, de su vida... Esa carcajada hiriente, es la sociedad.
Silencio de reflexión.
Afirmamos con vehemencia, que no le corresponde a la ley de una tribu podrida, juzgar la redención de un hombre solo y atormentado. Ésa, antes que nada, es una verdadera norma de moralidad.
¿Y Lo, y Dolores, ensayista, acaso ella no tiene por derecho, una expiación que la legitime existencialmente? Su realización era ser la amada de Humbert, la posesión de Humbert, evaporarse como el sueño que fue siempre.
Yo comprendo y antepongo al artista, al loco, al ser lleno de vergüenza, al desesperado que se muere por falta de amor. Ésa es la piedra angular de la ética de un linaje de hombres verdaderamente humanos. Ja, ja, ja.
La imposibilidad de la vida
La imposibilidad de la vida
Lolita es la sorda batalla de la pasión de un hombre contra la omnipotente realidad. El desenvolvimiento de una aspiración que no puede llevarse a efecto sino mediante la sublimación del refugio del arte. En ese sentido, contemplamos la gran disyuntiva del arte contemporáneo: la lucha descarnada del espíritu contra la materia.
El tema de la imposibilidad, del amor imposible, subyace como corriente siempre presente a medida que avanzamos en la lectura de Lolita, es el eje central sobre el cual Humbert espera hacer de lo irrazonable, algo razonable. Ya desde un comienzo invoca a Annabel, la niña iniciática, como la antecesora y acto, de la potencia que será Dolores Haze. Es interesante, según podemos notar, el intento desgarrador de Humbert por convertir una idealización, en un motivo que ostente alguna posibilidad de realidad. Casi al final del relato, llorando, le dice a la crecida Dolly Schiller (Lolita se ha casado, y pasado al estado de mujer), “bueno, no mañana, desde luego, ni pasado mañana, pero... Bueno, algún día, si quieres venirte a vivir conmigo... Crearé un nuevo Dios, y se lo agradeceré con gritos desgarradores, si me das una esperanza, aunque sólo sea microscópica”.
Tal y como los héroes épicos que se enfrentan a un destino escrito de antemano por los dioses, irrevocable desde un principio, Humbert encarna los atributos del anti héroe, del hombre habitante de la modernidad. Es cierto que su actuación, y las consecuencias que se desprenden de ella, nos pueden resultar moralmente reprobables en una dirección que apunta a la conservación de lo establecido; empero, es tan puro y cristalino, ¡así lo percibí y es que me enamoré de Lolita!, el sentimiento que lo impulsa, que adquiere las virtudes del héroe clásico que persigue lo inalcanzable, en este caso, el regreso al amor casto y romántico de la primera juventud, personificado en Lolita, el amor irrealizable hacia una doceañera.
Como es trágica su meta, Humbert no puede completar su redención. Ésta, es interrumpida por Clare Quilty, que representa la frivolidad y la búsqueda enfermiza del placer por una humanidad enajenada. Para guardarse en la historia de la literatura es el capítulo final donde Quilty recibe su sentencia de muerte en la forma ¡sensible! de un poema. La contradicción y naturaleza de los móviles involucrados no puede ser más perfecta y definitiva.
Quilty le arrebata a Humbert la reconciliación consigo mismo y con la vida. Es un Judas que cumple órdenes dispuestas por la concatenación de los hechos, la no consumación de la felicidad de Humbert.
Y en un acto de suma rebeldía, Humbert lo asesina, pero él también perece, posteriormente, de trombosis coronaria en la prisión; entonces, la única vía que tiene para sobrevivir y no muera borrado por el tiempo su amor, es el refugio del arte, la evocación literaria de Lolita; ése es su único triunfo sobre la vida.
Impresiones finales
Tengo la seguridad de que pasarán los años, las décadas, los siglos, y Lolita seguirá enamorando, a primera, a segunda, a tercera, a cuarta, a cualquier vista.
Clasificando sus cualidades, diremos: novela romántica, por sus descripciones renacentistas y paganas, por su desenvoltura, por el movimiento de otro mundo que brotan de los cuerpos de sus personajes y situaciones; novela en prosa poética, por su escritura, metáforas, alusiones, su calidad enaltece la labor literaria; novela mística, por su concepto noble del amor y de la belleza.
Siendo fieles a Nabokov, Mr. Sigmund Freud, el doctor vienés y sus secreciones teóricas, brillan por su ausencia en las inmaculadas páginas de Lolita. Buscad en los arquetipos grandiosos y no en los símbolos banales para interpretar esta escultura.
Ahora, lectores, corred, corred a una librería, la más cercana o lejana, la verdad no importa, y ojalá que lleguéis a amar a Lolita, tanto como os amáis a vosotros mismos.
Fragmentos esenciales
“Lolita, luz de mi vida, fuego de mis entrañas. Pecado mío, alma mía. Lo-li-ta: la punta de la lengua emprende un viaje de tres pasos paladar abajo hasta apoyarse, en el tercero, en el borde de los dientes. Lo. Li. Ta.
Era Lo, sencillamente Lo, por la mañana, cuando estaba derecha, con su metro cuarenta y ocho de estatura, sobre un pie enfundado en un calcetín. Era Lola cuando llevaba puestos los pantalones. Era Dolly en la escuela. Era Dolores cuando firmaba. Pero en mis brazos fue siempre Lolita...”.
“La miré y la remiré, y comprendí, con tanta certeza como que me he de morir, que la quería más que a nada en este mundo. Ya no era más que el vago aroma a violeta y el eco, débil como el de las hojas muertas, de la nínfula con la que me había revolcado lanzando alaridos de pasión en el pasado; un eco a la orilla de un barranco rojo, con un bosque lejano bajo un cielo blanco, y hojas pardas ahogándose en el arrollo, y un último grillo sobre la crespa maleza..., pero, gracias a Dios, no era sólo ese eco lo que yo había venerado. Lo que yo solía acariciar entre las zarzas enmarañadas de mi corazón, mon grand péche radieux, se había reducido a su esencia: un vicio estéril, egoísta, del que renegaba y al que maldecía. Pueden ustedes burlarse de mí y amenazar con despejar la sala, pero hasta que esté amordazado y medio estrangulado seguiré gritando mi pobre verdad. Insisto en que el mundo sepa cuánto quería a mi Lolita, a esta Lolita, pálida y profanada, con otra niña en el vientre, pero todavía con sus ojos grises, todavía con sus pestañas negras, todavía castaña y almendra, todavía mi Carmencita, todavía mía. Poco importaría que sus ojos se marchitaran hasta convertirse en los de un pez miope, que sus pezones se hincharan y agrietaran, que su pubis delicado, encantador, aterciopelado, joven, se ensuciara y desgarrara... aun así enloquecería de ternura con sólo ver tu querido rostro pálido, con sólo oír tu voz juvenil y ronca, mi Lolita.”
“Ninguno de los dos vivirá, pues, cuando el lector abra este libro. Pero mientras palpite la sangre en mi mano que escribe, tú y yo seguiremos siendo parte de la bendita materia, y me será posible hablarte desde aquí, aunque estés en Alaska. Sé fiel a tu Dick. No dejes que otros hombres te toquen. No hables con desconocidos. Espero que quieras a tu hijo. Espero que sea varón. Ojalá que tu marido te trate siempre bien, porque, de lo contrario, mi espectro se le aparecerá como negro humo, como un gigante demente, y le arrancará nervio tras nervio. Y no tengas lástima de Clare Quilty. Tenía que elegir entre él y Humbert Humbert, y quería que éste viviera, al menos, un par de meses más, para que tú vivieras después en la mente de las generaciones venideras. Pienso en bisontes y ángeles, en el secreto de los pigmentos perdurables, en los sonetos proféticos, en el refugio del arte. Y esta es la única inmortalidad que tú y yo podemos compartir, Lolita mía.”
Vicente Lastra
Santiago de Chile, abril de 2003.
*Artículo publicado originalmente en la revista impresa Ciudad de los Césares Nº65, junio de 2003, Santiago de Chile.
*Artículo publicado originalmente en la revista impresa Ciudad de los Césares Nº65, junio de 2003, Santiago de Chile.