sábado, 23 de agosto de 2008

Un día en la esperanza de Alexander Solzhenitsyn

“El humanismo racionalista nacido durante el Renacimiento basó la civilización occidental moderna en la tendencia peligrosa a adorar al hombre y sus necesidades materiales. Todo lo que se encontraba más allá del bienestar físico y de la acumulación de bienes materiales, todas las demás necesidades humanas y todas las características de una naturaleza más elevada y sutil, fueron excluidas de la atención del Estado y de los sistemas sociales, como si la vida humana no tuviera sentido superior. Esto proporcionó entrada al Mal, del cual existe en nuestros días un flujo libre y constante. La simple libertad no resuelve, en modo alguno, todos los problemas de la vida humana, y hasta añade varios nuevos…”.


Alexander Solzhenitsyn, “Discurso en la Universidad de Harvard” (1978), en Denuncia.

El domingo 3 de agosto del año que agota este duro invierno austral, comenzó, su última travesía espiritual -la más importante en el espectro de cada hombre-, el Premio Nobel de Literatura 1970, Alexander Solzhenitsyn (1918). Así, el autor de Archipiélago Gulag, regresaba a la primera plana “cultural” después de vivir prácticamente en el ostracismo público y creativo, la postrera década de su existencia, la misma que había principiado con el retorno a su Rusia natal, allá en 1994.
Plurales resultan los adjetivos que nos sirven para dibujar la silueta compleja, biográfica y artística, del inventor de El primer círculo; y la enumeración no deja de ser a su vez parcial, veraz y mezquina: discutido, rechazado, aclamado, perseguido, subvalorado, talentoso, menospreciado y agigantado hasta la deformidad; pues cada una de las calificaciones nombradas, se asocian a la semblanza del nacido en el Cáucaso.
Sin embargo, una definición del físico y matemático de profesión, aparece como incontrarrestable: fue el mayor disidente de la “intelligentsia” soviética, el único de impacto mediático resonante y trasatlántico, y el díscolo de “espíritu eslavo” por excelencia entre los escritores rusos del siglo pasado –esto no significa que el primero en calidad-, de aquellos literatos que crecieron bajo la oscuridad de dos tiranías opresoras, cuál de ambas más infinita y brutal: la de los genios humanistas de su patria, que los antecedieron en la centuria decimonónica; o la de la barbarie marxista que anidó, demoníaca, en la URSS.
En efecto, y abordando la obra literaria del novelista que alcanzó la celebridad con Un día en la vida de Iván Denisovitch (1962), registramos que su arte no se singulariza por sus experimentaciones formales o estilísticas, pero sí por la belleza y la transparencia diáfana de su prosa; nunca por la vanguardia e innovación de su construcción, pero afirmativamente por su realismo fiel y el aliento épico de sus manuscritos colosales y desmesurados, al decir correcto de Jorge Edwards.



Vale la pena anotar, que para la perpetuidad, un texto de acusación crítica, presentado en cualquier sociedad humana a futuro -cobijado con deseos de altura intelectual, además de pretensiones de inmortalidad histórica y narrativa-, será siempre comparado a la luz brillante de las siete partes del Archipiélago Gulag. Por consiguiente, los tópicos de la desilusión luctuosa y luego su evolución en esperanza -esto a pesar de vislumbrarse un horizonte borroso, perdido por la enfermedad y la represión angustiosa del ambiente-, serán a menudo citados en su descripción “ingenua y tierna, muy rusa”, según Ignacio Valente, a raíz de la pluma valiente de Pabellón de cáncer.

Recapitulando, y a nuestro entender, no presenciamos en el hacedor de la tetralogía de La rueda roja a los virtuosos prestidigitadores ficcionales que fueron Nabokov o Pasternak, por citar a dos casos cercanos en el tiempo, sacados de la fila de sus compatriotas, con historias personales muy distintas a la suya. No obstante, en Alexander respiran las heridas que suspiraban lacerantes en Dostoievski, en desmedro de los palacios y quejumbres románticas, que palidecían en la postura etérea de las estatuas de Tolstoi. Acto seguido, es ese dolor, vivido y sufrido, lo que determina su situación de testigo directo, provisto del talento no menor, para recrearlo y mostrarnos el horror del abismo y del límite de lo soportable.

Finalmente, cabe delinear la faceta de pensador de observancia cáustica de la posmodernidad, que como devoto y franco adherente a la Iglesia Católica Ortodoxa, asumió Solzhenitsyn en seguida de granjearse la máxima distinción de las letras, ofrendada por la nórdica Estocolmo. Luego, fue desde aquella trinchera, donde produjo sus palimpsestos de relevante interés y sugerentes hasta el aplauso docto: la de un llamado mordaz y bien urdido, contra el materialismo socialista y liberal, frente al ateísmo bolchevique y del gran capital sin patria, respondiéndole a una historia con la humanidad ensalzada al trono de pírrica deidad, cuyo nihilismo, sería su ilustre enfermedad.

Tañen las campanas de las iglesias bizantinas emplazadas en los excesivos y apocalípticos prados rusos, en señal de duelo, por la muerte del último de sus “mujiks”, el que sabiéndose miembro de una pléyade elegida de profetas, les dejó a sus coterráneos un rumiante y final mensaje: “Hasta el fin de mi vida mantendré la esperanza de que mis trabajos históricos se transmitan a la conciencia y a la memoria de las personas”. En consecuencia, “nuestra amarga experiencia nacional contribuirá, en caso de nuevas condiciones sociales inestables, a prevenirnos contra fracasos funestos”.

Vicente Lastra
Santiago de Chile, domingo 17 de agosto de 2008




Bibliografía
-EDWARDS, Jorge. 2008. “Una vuelta de página”. Santiago de Chile: Columna publicada el viernes 8 de agosto en el vespertino La Segunda.
-SOLZHENITSYN, Alexander. 1981. Denuncia. Santiago de Chile: Academia Superior de Ciencias Pedagógicas de Santiago.
-VALENTE, Ignacio. 2008. “Solzhenitsyn, profeta y escritor”. Santiago de Chile: Artículo publicado en el diario El Mercurio el domingo 10 de agosto.