lunes, 26 de mayo de 2008

"Puerta de salida", de Luis Alberto Heiremans

Puerta de salida
Tercera edición, RIL editores, Santiago de Chile, 2003, 276 páginas.

Estamos en presencia de la única narración de largo aliento escrita por el dramaturgo y cuentista chileno Luis Alberto Heiremans (1928 – 1964), cuya obra en general ya hemos vislumbrado por estas páginas (ver Arbil N° 78). Y nos sigue llamando profundamente la atención el porqué, un narrador de evidente jerarquía literaria como Heiremans, estuvo tan alejado de los planes de reedición de las casas del libro hispánicas (la primera edición de Puerta de salida data de 1964, y la segunda entrega, de 1967). La respuesta parece ser una sola, aunque nos duela: a un medio tan chato como el nuestro, que rehuye la verdadera discusión y enfrentamiento de ideas, no le interesa la permanencia en la memoria colectiva de uno de los pocos valores novelísticos dignos de ser leídos y estudiados por sus compatriotas.

Puede ser debido a que la coprolalia, la superficialidad gratuita y el canto a la banalidad no son las coordenadas a las que dedica Heiremans el talento de su arte. En efecto, el escritor chileno se preocupa y atormenta con temáticas más acordes con los problemas fundamentales que atañen desde siempre la existencia del hombre; y la vida en el fondo, la pregunta y misterio de su esencia, parece perseguirla hasta el límite mismo de sus posibilidades.

Asimismo, y al igual que en el resto de los miembros de la generación del 50 chilena -decimos Enrique Lafourcade o José Donoso-, en nuestro escritor la interrogante sobre el sentido de la vida, la reflexión de los tópicos eternos como son el amor, el dolor y la muerte, adquieren magnitudes insospechadas. Sobre aquellos paradigmas se articula la trama, y los personajes de la novela se desenvuelven en situaciones donde el derrotero de sus trayectorias se observa fuertemente comprometido. Y ahí, en el momento culmine de la decisión, aparece entonces la puerta de salida, mágica y misteriosa, para abandonar la escena airosos, con un triunfo sobre sí mismos, o derrotados y postrados, encadenados en la desgracia.

De igual manera que en el tomo dedicado a reunir su Teatro completo, aparecido en el año 2002 bajo el cuidado del mismo sello editorial, este volumen cuenta con un prólogo escrito por la académica Norma Alcamán Riffo, además de incluir inéditas fotografías y una interesante cronología relacionada con la obra del autor.

Verbigracia, y delineando nuestro análisis, en esta novela nos seguimos deslumbrando con la prosa depurada de Heiremans, con su estampa de esteta consumado, con el placer que produce leerlo, con la misma sensibilidad de su teatro y la sobrecogedora delicadeza de sus cuentos. Los ritmos avanzan ordenados, la secuencia de los tiempos entendible, sus diálogos conservan la vitalidad del dramaturgo aplicada en la novelística.

Ahora bien, es inevitable que la historia ficcionada por Heiremans, la del joven criollo de buena familia deambulando en París (Andrés), la madre que lo visita (Laura), y el coro de transplantados que los rodea, nos haga acordarnos invariablemente de Alberto Blest Gana y Joaquín Edwards Bello: lo decimos por la novela Los trasplantados del primero, y los argumentos de Criollos en París y El chileno en Madrid por el segundo. Un dato importante es que los reconocibles e inequívocos chilenos son llamados en el texto con el general “sudamericanos”. Quizás sea esto por una intención del autor de superar el criollismo con aires universales, uno de los objetivos de la mentada generación del 50, o bien, por un verdadero estado espiritual de Heiremans, que lo hacía sentirse ajeno al carácter de su patria. No obstante, es dudosa la última hipótesis, por lo enunciado por él mismo en oportunidades varias, y la atmósfera preferentemente chilena de sus invenciones teatrales. Preferimos inclinarnos por un deseo de universalidad, tomando en cuenta el hecho que la novela aparecería traducida al alemán en el mismo año de su aparición en lengua castellana.

Así pues, como decíamos, los personajes se hallan en una encrucijada, y Heiremans, fiel a su mensaje de esperanza, les abre los caminos de una eternidad espiritual para que resuelvan su disyuntiva: entregarse a un amor imposible pero real en su obstinación, descartando las convenciones sociales y una posterior sanción moral; la idea de empezar otra vez olvidando todo lo malo que nos agobió; y la salida palpitante, embriagadora, incierta, de la muerte del cuerpo, de la corrupción de la carne. En palabras de la prologuista, definiríamos aquella situación como, “alcanzar y develar aquel misterio que otorga un significado a sus vidas (de los personajes). No es algo visible, tangible ni comunicable, pero existe y está al otro lado de la puerta de salida que todos nosotros, más o menos conscientemente, añoramos en lo más profundo de nuestro ser”.

Para finalizar, tenemos ante nosotros una novela de un autor sobresaliente..., nos tildarán de ingenuos, pero amamos la literatura y en especial a los autores que nos conmueven, es decir, que tenemos en singular estima a Heiremans. A mediados del año pasado (2005), se lanzaron sus Cuentos completos, y, de esta manera, cada vez, estaremos más cerca de rendirle un justo homenaje y de conocerlo entero. Los comentaremos a su debido tiempo.
Vicente Lastra

domingo, 18 de mayo de 2008

El poeta y "La república" de Platón


Al participar con vosotros en esta fiesta (1) del intelecto y al considerar la grata significación de esta ceremonia en la cual el Estado reconoce, valoriza y premia la obra de sus artífices, he recordado, sin proponérmelo, el extraordinario juicio que hace Platón de los poetas, al excluirlos, en teoría, de su famosa República. Y he sentido a la vez dos impulsos aparentemente contradictorios: el de censurar a Platón y el de defenderlo. Haré las dos cosas, porque, según se lo considere, el poeta tiene razón contra el filósofo y el filósofo puede tener razón contra el poeta.


Lo que más nos asombra es el hecho de que Platón, en vías de organizar la Ciudad Terrestre, excluya, sin más ni más, a los poetas, olvidando que toda criatura humana, sea cual fuere su naturaleza individual o su vocación, debe tener un lugar adecuado en la República, y que es obra del político, justamente, el asignarle a cada una el sitio y la jerarquía que le corresponde.

¿Ignoraba Platón, acaso, la naturaleza del poeta? Los que hayan leído su admirable Fedro dirán que, por el contrario, la conocía íntimamente y que, además, alababa sus asombrosas virtudes, hasta considerar al poeta como a un verdadero “espiráculo” de la divinidad. Entonces, ¿por qué le ha negado un lugar en el edificio teórico de su República? Sabido es que, al abordar la Metafísica, Platón había quemado sus tragedias; pero nunca logró destruir al poeta que llevaba en sí. Por el contrario, al edificar su República, el filósofo nos da la sensación de un político que llevara en sí el cadáver de un poeta.

Veamos ahora con qué títulos debe figurar el poeta en la Ciudad Terrestre. Ha nacido con la vocación de la hermosura, y la palabra “vocación” significa “llamado”: quiere decir que reconocerá el acento de la hermosura, no bien la hermosura lo llame; y, como la belleza es uno de los Nombres Divinos, quiere decir que reconocerá el nombre de Dios en todas las criaturas signadas por la belleza. Pero a esa faz pasiva de su natura responde luego una faz activa: el poeta se hace creador. En el orden de la belleza, sus criaturas espirituales son hermanas de las demás criaturas; hermanas del pájaro y de la rosa. Y el poeta se convierte así en un “continuador de la Creación Divina”, para que nuevas criaturas alaben a Dios en la excelencia de uno de sus Nombres.


Tal es el poeta, ser extraño, descontentadizo, nunca inmóvil, siempre como sobre ascuas. En medio de vuestros entusiasmos terrenales, de vuestras luchas o vuestros temores, acaso lo veáis indiferente y como perdido en vastas lejanías; otras veces turbará vuestra quietud con exaltaciones y raptos que os parecerán fuera de tono; os acercaréis a él, atraídos por sus rosas, y no es difícil que déis en sus espinas; trataréis de retenerlo en la tierra, y seguramente se os escapará de las manos; y puede ser que al fin, cansados de no entender su caprichosa índole, le digáis, con Platón, que se vaya de una vez al cielo... o al infierno.


Pero escuchad: esa es, justamente, la misión del poeta entre vosotros. Si os creéis afirmados en la tierra, él os llamará de pronto a vuestro destino de viajeros; si descansáis en el gusto efímero de cada día, él os recordará el “sabor eterno” a que estáis prometidos; si permanecéis inmóviles, él os dará sus alas; si no tenéis el don del canto, él os hará partícipes del suyo, de modo tal que no sabréis al fin si lo que se alza es la música del poeta o es vuestra propia música.


Hablando por todos y con todos los que no hablan, el poeta se hace al fin la voz de su pueblo: los pueblos se reconocen y hablan en la voz de sus poetas. He ahí porqué decía yo recién que el poeta tiene razón contra el filósofo de La república.


Pero también decía que el filósofo y el político pueden tener razón contra el poeta; y la tienen cuando el poeta, olvidando los límites que le son propios, hace un uso ilegítimo de su arte. Dije ya que el poeta es un inventor de criaturas espirituales, y en este orden su libertad es infinita. Pero hay cosas que no pueden ser inventadas, y la Verdad es una de ellas, porque la Verdad es única, eterna e inmutable desde el principio. Supongamos ahora que el poeta, criatura de instintos, pretenda tratar “lo verdadero” como trata “lo bello”; supongamos que pretenda inventar la verdad: pondrá entonces una mano sacrílega sobre lo que no debe ser tocado, y hará una substitución peligrosa: escamoteará la verdad y pondrá en su sitio una opinión poética, la suya. Supongamos que a todos los poetas de la tierra (y son muchos, os los aseguro) se les dé por inventar la verdad: tendremos tantas verdades diferentes como poetas existen y nos abismaremos en una confusión de lenguas verdaderamente catastrófica. ¡Y quién sabe si el caos en que vivimos no es obra de poetas que han hecho de la verdad un peligroso juego lírico! (2)

Vemos, pues, que no sin motivo Platón, en tanto que filósofo, recelaba de los poetas. Sus recelos, en tanto que político, tenían que ser mayores.


Tradicionalmente la Política es, o debe ser, una hermana menor de la Metafísica, vale decir, una aplicación del orden Celeste al orden Terrestre: la constitución del Estado también se basa en principios inconmovibles, en un exacto conocimiento del hombre y de sus destinos naturales y sobrenaturales, en la justa ponderación de cada individuo y del lugar jerárquico que le corresponde, y en un sentido riguroso de las jerarquías. Supongamos ahora que el poeta (criatura sentimental a menudo y tornadiza casi siempre) se le dé por negar el orden en que vive, y pretenda inventar uno nuevo, según las reglas de su arte: si nadie lo sigue, habrá introducido, al menos, un germen de duda en lo indudable; si lo siguen unos pocos, dejará tras de sí un fermento de disolución activa; si lo acompañan todos, la destrucción de la Ciudad es un hecho.

Afortunadamente, y en virtud de su maravilloso instinto, es difícil que el poeta se embarque en tales aventuras. Y, si lo hace, no es acatando su vocación, sino traicionándola. En este último caso no es necesario que desterréis al poeta, como lo hacía Platón. En bien suyo y de la Ciudad haced una cosa más sencilla: encerradlo en su Torre de Marfil, si es posible con dos vueltas de llave...
Si así lo hacéis no será indulgencia, sino sabiduría. En el canto 22 de la Odisea pinta Homero al formidable Ulises entre las víctimas de su justa venganza, buscando aún otra víctima, con el arma enhiesta. Entonces el poeta Femius, que había cantado a pesar suyo en el festín de los pretendientes, se adelanta con temor y dice a Ulises:
- “Te conjuro, hijo de Laertes, a que tengas por mí algún respeto. Te preparas a ti mismo una pena grande si arrebatas la luz al que, por sus cantos, hace la delicia de los dioses y los hombres”.
Telémaco, que ha oído al poeta, grita, volando hacia su padre:
- “¡Detente, padre! ¡Que tu hierro no lo toque!”.
Y Ulises baja el arma.

Leopoldo Marechal (3)

Notas
(1) Palabras pronunciadas en el acto anual de distribución de premios de la Comisión Nacional de Cultura de la República Argentina, de 1938. Asimismo, publicadas en la revista bonaerense Sol y Luna, N°1 (páginas 119-123), impresa en el mes de noviembre del mismo año; de donde se reprodujo textualmente el presente discurso.

(2) Exclamación, que 70 años después, conserva toda su vigencia y actualidad.

(3) Leopoldo Marechal Beloqui (1900 – 1970), prolífico y versátil escritor argentino, fue autor de las novelas Adán Buenosayres (1948), El banquete de Severo Arcángelo (1965) y Megafón, o la guerra (1970), además de componer libros de poesía, ensayos estéticos y piezas teatrales.

Transcripción y notas: Vicente Lastra

domingo, 11 de mayo de 2008

Bariloche, de Andrés Neuman

Bariloche
Editorial Anagrama, Barcelona, 1999, 169 páginas


A pesar de haber transcurrido más de seis años desde la publicación en España de la primera novela del joven narrador y poeta hispanoargentino Andrés Neuman (Buenos Aires, 1977) –recién este verano austral nos encontramos con Bariloche-, creemos importante su comentario: tal es la calidad que exudan sus páginas, que atrasada o no, su lectura y posterior reflexión, serán siempre un ejercicio de vitalidad literaria.


Con sólo veintidós años, Neuman fue finalista, con el libro que presentamos, del prestigioso Premio Herralde de Novela de aquella temporada (1999). Roberto Bolaño, la leyenda chilena que crece a pasos agigantados, integrante del jurado que falló el concurso en la oportunidad, le propinó elogiosas observaciones: “La novela de Neuman me subyugó, si es posible utilizar este término de principios del siglo XX, y me hipnotizó a partes iguales. Ningún buen lector dejará de percibir en sus páginas algo que sólo es dable encontrar en la alta literatura, aquella que escriben los poetas verdaderos, la que osa adentrarse en la oscuridad con los ojos abiertos y que mantiene los ojos abiertos pase lo que pase”. Sin más, tantas loas, merecen su justificación.


En su moderada extensión, Bariloche es la crónica del último período de la vida somnolienta del recolector de basura Demetrio Rota, narrada a través de 55 breves capítulos. Sirviéndose de un estilo depurado y a ratos lírico, Neuman se apoya en el protagonista, para dibujar una perspectiva de la odisea del ciudadano argentino –el común y corriente de la clase media- que respira y habita en el Gran Buenos Aires. Pero que es también, una manera de enseñar la cotidianeidad -muchas veces asfixiante- de cualquier hombre, dentro de la anónima metrópolis contemporánea. Mediante los datos entregados por el narrador, conjeturamos que la edad de Demetrio se empina por la treintena. Su existencia es mediocre y monótona hasta decir basta. Salvo una relación amorosa con la esposa de su camarada de labores –y mejor “amigo”-, que ejemplifica hasta qué grado se han apoderado de él la abulía y el cinismo, nada relevante le acontece. Su trabajo lo realiza por las noches y descansa durante el día en su sencillo departamento del barrio Chacarita. El vertedero es el abismo y metáfora, donde mueren las pasiones y afanes de la urbe, que él, junto a su compañero, alimentan en cada amanecer tras recorrer las calles de la ciudad dormida.


Ante la agobiante mecanización y desesperanza de su vida, el pasado de Demetrio –su adolescencia en una cabaña cerca de Bariloche, junto a sus padres- se muestra telúrico y pleno de promesas por anhelar: de un alto sentido de belleza son las descripciones por parte de Neuman, del lago Nahuel Huapí y sus alrededores, en cuya ribera, se encuentra la hermosa población del sur argentino. En efecto, para intentar recuperar la armonía y el equilibrio, además de la evocación de sus emociones e imágenes primigenias –la seguridad de la infancia, el primer amor, los inviernos lluviosos y sus árboles tristes-, Demetrio construye puzzles grabados con los paisajes de la laguna y sus contornos, en sus horas de ocio.


Así, se suceden los recuerdos, y la soledad presente del personaje, hasta llegar a un punto de caída, que se resolverá en un final abrupto y desolador.

Con un talento que asombra y produce admiración, Neuman examina los inquietantes temas del desarraigo y de la pérdida, del escepticismo y de la alineación, con un olfato artístico tocado por la gracia, a decir de Bolaño. Pues, Demetrio Rota, es el ser humano habitante de una época que, al no poder superarse y buscar caminos de felicidad y trascendencia, frente a la opresión de la civilización, es arrojado al vacío y la precariedad espiritual. Estas circunstancias vitales, sólo concluirán, con una autodestrucción inmoladora. Aún así, la muerte ya no significa nada. Decepcionado de sí mismo y de todos, por su corrupción y la de los demás, Demetrio no es capaz de entrever una salvación redentora, ni menos de cambiar, o de afirmarse, en su abyección para sobrevivir. Ciertos retratos de rincones y microcosmos de la capital argentina (el Paseo Colón, las calles 9 de Julio y Bolívar, la avenida Independencia, el parque Lezama), nos traen a la memoria páginas del mejor Leopoldo Marechal, y del inigualable Ernesto Sabato.


Bariloche, es una novela que le hubiese gustado escribir a Roberto Arlt. Y eso, dice mucho de un escritor, que a no mediar un desgraciado imprevisto, amenaza con cincelar su nombre a fuego sobre la cumbre de la literatura en lengua castellana del siglo veintiuno. Su tercera novela, Una vez Argentina (2003) –que resultó nuevamente finalista del Premio Herralde-, es un vibrante y apasionante recorrido autobiográfico por la historia reciente de la nación más grande que habla el idioma de Cervantes. Recomendamos fervorosamente su lectura.

Vicente Lastra
Marzo de 2006

*Reseña publicada originalmente en la revista electrónica española Arbil Nº 104 (http://www.arbil.org/104bari.htm).